sábado, 30 de noviembre de 2013

Ni lapiz, ni papel

El alma murió en los rincones de la conciencia. Dejó las últimas páginas de su historia en blanco, sin final, sin creatividad, sin un punto que le diese la distinción de un gran cantar de gesta.
Se convirtió en la ilustre imagen de la muerte arrinconada en los oscuros escondrijos de sus ojos.
No sentía luz, no sentía felicidad. Quería gritar, pero no tenía voz, sentía la impotencia de no poder hacer nada ante el dolor que retumbaba en su pecho sin vida, se creaban ecos de lamentos perdidos, voces que reclamaban los pedazos de la poca humanidad que le quedaba.
No sabía como enfrentarse a la vida, y es que llovía, no es sus ojos, hacia mucho que ni las lágrimas brotaban en sus oscuros ojos, totalmente muertos. No quería vivir, era un alma encerrada en un cuerpo humano, atrapada por los barrotes de los años desgraciados, arrastrada por un viento que solo aumentaba su dolor.
Había intentado vivir, había intentado resurgir, pero las pesadillas habían vuelto para atormentarla, los recuerdos eran demasiados, los lamentos y la culpabilidad, inmensos.
Las estrellas dejaron de guiarla, la luna se había caído del cielo pues no aguantaba más, se sentía perdida, no había lapiz, ni papel, algo dejó de funcionar en su cabeza en el momento en el que el pasado resurgió, ya no sentía nada. Y asustaba, daba pánico perderse a si mismo, no veía luz alguna que le diese la mano una vez más.
Estaba cansada de luchar, cansada de caminar. Por lo que se exilió en el reino de los muertos, dejó que fuesen los años los que fuesen disipando de alguna forma el veneno que se había anclado a su corazón, se dejó caer... Se dejó llevar por el olvido.

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